miércoles, 1 de mayo de 2013

La razón inevitable

Día 29/04/2013 - 10.41h

La editorial canaria Baile del Sol, dentro de su colección Sitio de fuego, publicó hace varios meses, una novela del poeta vallisoletano Luis Santana, titulada Al final ni nos despedimos. Aunque no es la primera vez que Santana se adentra en el género narrativo -de hecho tiene acreditada una amplia bibliografía como traductor de novelas e incluso él mismo es autor de algún que otro relato breve-, lo cierto es que estamos hablando, en sentido estricto, de su primera obra como novelista. Un libro de bolsillo muy ligero, con 128 páginas, y tan exactas de principio a fin, que no cabe en él ni una línea más: así de cumplida es su materialidad tipográfica. Así que uno lee la novela en un santiamén como esas novedades extrañas que llegan de vez en cuando y que dejan, tras cerrar el libro, una dosis de perplejidad y un reguero de severa experiencia que sabe a poco y que al lector le gustaría alargar.
Pero no hay porque, pues hablaríamos de una sensación superflua. Santana -que también es el autor de la fotografía que exhibe la portada con unas roderas serpenteantes del tranvía que recorre la calle Alessandro Manzoni de Milán- procede de la poesía y su originalidad como novelista reside, precisamente, en una de las claves que definen la realidad poética, y que este vallisoletano domina con soltura y notable precisión: la capacidad de síntesis.

Nada falta y nada sobra

Toda la novela se disuelve en una certera confluencia de intereses sintéticos: los personales, los ambientales, los sociales, los filosóficos, los psicológicos y los sentimentales. Es decir, en el estudio cabal de una trama en la que nada falta y nada sobra. Esta precisión, a menudo, suele derivar en un esquematismo narrativo. Algo que no sucede en Luis Santana porque, además, es un gestor teatral que sabe de recursos escénicos y de síntesis dramatúrgicas: basta con decir lo ajustado en las sugerencias precisas. Justo lo que se articula en esta novela.
De aquí que los personajes en la misma -los protagonistas y los secundarios- emerjan con un poderoso trazo pero a la vez con una fuerza muy templada y equilibrada. Guillermo Condal, el protagonista, es un personaje discreto que cumple su cometido de telefonía empresarial con alguna triquiñuela, pero siempre dentro de lo más anodino de una rutina laboral: que no suceda nada salvo anotar pedidos y otras bagatelas. Ah, pero cuando sucede lo inevitable -reparar, por ejemplo, en lo que nunca consideró importante- todo se trastoca de repente porque Aurora, aún siendo en la narración un ser tan evanescente como una aparición, va laminando la cotidianidad hasta derrumbar todas las previsiones y convertir la vida en una obsesiva referencia que acaba en anulación ontológica. Una supresión tan discreta y pacífica como el propio título: pues Al final ni nos despedimos.
No podría cerrarse esta reseña sin aludir a una percepción que guarda un evidente paralelismo con la condición de poeta imprescindible que es Santana. Me refiero al lenguaje tan prístino y certero que emplea desde la primera a la última línea. No se trata de un simple dominio de los recursos lingüísticos que suelen atribuirse a todo narrador como tópico. En absoluto. Me refiero a esa precisión que, sin ánimo de lucro, surge en Santana como un escribidor nato que, primero, está acostumbrado a diseñar un plan redactor, después elige concienzudamente las palabras precisas y, finalmente, las une con una argamasa tan compacta que nada en ese conjunto creativo queda al albur. Por ésta, y por las razones antes apuntadas, esta novela de bolsillo tan ligera resulta tan redonda y satisfactoria.
 

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