jueves, 7 de noviembre de 2013

SIEMPRE NOS QUEDARÁ CASABLANCA

SIEMPRE NOS QUEDARÁ CASABLANCA
David Pérez Vega
Ediciones Baile del Sol. Tenerife, 2011

Por Manuel Ángel JIMÉNEZ/La manzana poética - Junio 2013

La pantalla cinematográfica es un espejo, incluso a veces permeable y osmótica (me estoy acordando de La Rosa Púrpura de El Cairo), como los libros. Escribir de cine no es lo mismo que escribir de poesía o sí, quizá sí que sea lo mismo. Porque, al fin y al cabo, es escribir. Sin más.
La poesía de David Pérez Vega en su libro Siempre nos quedará Casablanca nos invita a zambullirnos en una lectura tan narrativa como de sentimientos, con la discreción que ofrece una sala en la penumbra de una proyección o a través de la luminosidad que escupen los sentimientos trasladados en forma de poema. En el equilibrio. Me imagino al autor, sentado en una cafetería, viendo pasar los trenes por la Estación Central de Móstoles, los sábados por la mañana, como en una película de Alain Tanner — pongamos, por ejemplo, En la ciudad blanca- escribiendo en la soledad de un día gris lejano a la rutina del auditor de cuentas, en el principio de este milenio, hace ya una década.
La obra está dividida en cuatro segmentos (nombrados como Días de cine, Nos está acorralando el tiempo, Pequeños homenajes de ida y vuelta y Concurso de camiseta frías) que juntos conforman una treintena de poemas narrativos y en verso libre, donde nos encontraremos con más de un homenaje que el autor evoca y retrata, indudablemente cada lector tendrá la oportunidad de hacerlos suyos en mayor o menor medida, en función de afinidades, vivencias y gustos. Porque la obra comienza con todo un canto a lo que se ha convenido en llamar séptimo arte: Casablanca (como a los personajes de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, siempre nos quedará París o como a Woody Allen, siempre nos quedará el recuerdo de un film), prosigue con “Cine de verano” (la nostalgia de la infancia y de esos días tan azules y noches perfumadas a la luz de la luna, grandes pantallas donde los sueños se guardaban para siempre), Banda sonora (la de nuestras vidas que continuamente se va construyendo), “Pan y tupilanes (V.O.S.)” (homenaje a esos locales donde unas inmensas minorías escuchan y saborean las verdaderas voces, con sus acentos y acordes tonos, porque aunque la cinta no sea nada del otro mundo puede trasladarnos a cualquier parte y hacernos caer en el encantamiento), Marta y alrededores (cuando la vida se entremezcla con la ficción en el aquí y ahora, en los Cines Princesa por ejemplo), Multicines ( o la decrepitud del invierno del desencanto cuando las persianas
se echan para siempre y los momentos vividos allí se quedan encerrados en el olvido, sin posibilidad de futuro), “Fechas borrosas” (como las de esos boletos que encontramos, ya medio despintados por el tiempo, en cualquiera de los bolsillos y nos hacen recordar), “Cine militar” (cuando el abuelo era el acompañante y su tarjeta de reservista era el salvoconducto para entrar en “La Guerra de las Galaxias”), A oscuras soñándonos (con falsos carnets de estudiante o monedas ganadas en concursos literarios, entrando en espacios creados por Loach o Aristarain para hacerse más sabios), Exorcismos (sufridos por el espectador ávido de otra cosa muy diferente a la que hoy puede encontrar en las butacas del cinematógrafo, ya sea en Gran Vía o cualquier otra parte los sonidos de un teléfono móvil, las palomitas del vecino, los comentarios de un público malcriado gracias a la telebasura te sacarán de la hipnosis y te enfrentarán a la mediocre y endemoniada realidad en forma de estafa), Sesión de las 4 (instrucciones de uso) (esa hora en que los solitarios hacen una pausa para no ser conscientes del espacio que ocupan en la realidad que les espera ahí fuera, en el sitio de costumbre, donde otros tienen pesadillas cuando duermen) Y así, poco a poco, entraremos en un nuevo capítulo, donde una cita del gran Manuel Vicent nos avisará de que La vida es la única película en la que siempre muere el héroe y nos invitará a sumergirnos en un ramillete de poemas de esos que transmiten retazos de alguien que sabe sobrevivir con la ayuda que ofrece el arte a quien necesita alimentarse de algo más que un sándwich barato, pues por algo la lectura de un buen libro (La montaña mágica, Corazón tan blanco), el placer estético que ofrece una obra de arte, o las casualidades del destino que pueden cambiarnos para siempre (un encuentro en el metro con el poeta maldito y el miedo al fondo de sus ojos, tan profundos como los de la mujer que espera) resultan definitivas e influyentes en el modelado del que no se conforma con pasar el trámite de vivir y aspira a algo más, dejando escrito lo
que a su vez puede que influya en otros. Para bien. Y como, ya se sabe, es de bien nacido ser agradecido, el autor no ha dejado pasar la ocasión para corresponder, bajo el título de Pequeños homenajes de ida y vuelta, a pintores como Pieter Brueghel el Viejo y su cuadro El triunfo de la muerte, a Van Gogh y su
obra Los descargadores en Arles y, de paso, algún que otro impresionista cuyos lienzos cuelgan, en el Museo Thyssen-Bornemisza, junto al del genial loco del pelo rojo; tampoco se olvida del recuerdo al poeta romántico por excelencia, Gustavo Adolfo Bécquer, un fragmento leído en un libro de 2º de BUP le
invitará a reflexionar y sonreír con ironía mientras piensa en la brevedad de la vida, en el fracaso amoroso, en la posteridad y el reconocimiento artístico y literario; aparece, así mismo, como un fantasma en la niebla de una escalera de un edificio de Turín, a través de la palabra Wstawac´ la sombra del escritor Primo Levi y su terrible historia hecha poema; y aprovecha para imaginar, de nuevo la infancia, escapando en la aventura más fantástica gracias a Tolkien, nombrando a Erebor, la Montaña Solitaria. Leopoldo María Panero también está homenajeado, abre el poema una cita (Me encontraréis en la siniestra humedad de un cubo de basura) del autor más maldito y reverenciado de nuestras letras, germen para construir unos versos que huelen a recuerdo imaginado o sueño recordado (?)... No sé, quizás... Y, en el trayecto final, el libro se clausura con el capítulo Concurso de camisetas frías que, bajo una bella cita de Roberto Bolaño (En sus ojos veo los rostros de todos mis amores perdidos), reagrupa nueve poemas para recapitular y despedir
este canto a la belleza y a la vida, rebosante como una copa de buen vino.

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