sábado, 24 de mayo de 2014

Éxito y fracaso


Por @CarlosIturra_
Stoner, publicada por el texano John Williams en 1965 y en 2010 estrenada en castellano, es el parco título de esta novela, como también posiblemente un símbolo de su estilo y cifra de la vida que cuenta. Porque eso cuenta, la vida de William Stoner, hijo único de campesinos paupérrimos, elementales y tristes, nacido en una granja ya medio estéril de Misuri, labrada a seis encallecidas manos, y que por la visita más o menos casual de un funcionario de educación termina matriculándose en la Universidad de ese Estado. Parte en Agronomía, como era de esperar, y luego, seducido por una clase del ramo obligatorio de Literatura Inglesa, se cambia a letras, en cuyo estudio, sin destacar especialmente, y al alero del maestro que lo “convirtió”, progresa hasta llegar a profesor en esa misma universidad.
Nunca se movería de ahí, salvo para volver a la granja natal a los sucesivos funerales de su padre y su madre, salvo un viaje a San Luis a pedir la mano de su novia. Se casa, en efecto, con una joven de mejor nivel que el suyo y que en verdad no parece amarlo; tienen una hija, de cuyo afecto la mujer lo aparta tempranamente. Se desata la Primera Guerra Mundial, a la que va a hacerse matar su mejor compañero y quizá único amigo; se desata la Segunda, que diezma a sus alumnos. Publica un abstruso librito sobre su especialidad, que no causa ninguna sensación o siquiera reprobación, se hace amante de una alumna con la que conoce el amor pero de la que lo obligan a separarse las intrigas del “campus”, las mismas que le impiden por siempre avanzar en su carrera, y permanece en el quehacer docente hasta la jubilación, e incluso algo más.
Todo ello es transmitido en 240 páginas de prosa pulcra, sencilla, eficaz, libre de énfasis, limpia de fiorituras, desnuda de apasionamientos aun en los escasos episodios de pasión. Es precisamente la prosa, piensa el lector, que requería una vida como esta: Stoner, joven, maduro, anciano, jamás deja de ser el granjero simple, el solitario hijo único, el abnegado campesino, consagrado a su faena de educar jóvenes como antes a la de cultivar tierra –dos formas de labranza-, que no se rebela contra sus enemigos ni contra su destino, ni se desvive por trepar, ni se desespera por la rutina, ni afloja el cumplimiento leal, honesto, sin brillo ni chapucería, de su vocación. Y cuyos sufrimientos, en fin, causados por aconteceres propios de toda existencia humana, soporta sin arrebatos y prácticamente sin queja; sin sumirse en su profundidad doliente ni darle vueltas a la noria de la desilusión, a las ideas de desdicha, a los escozores del fracaso. No se pregunta si su vida pudo ser mejor, no se pone en duda. Aunque lee y lee, eso sí, con amoroso tesón; casi con escapismo.
Esta vida, narrada con esa prosa, resulta doblemente impresionante. Resalta -merced a la prolija modestia de los párrafos y a la contención del personaje, a su entereza y a su medio desesperanzado carácter- la extensa tragedia del ser humano común y su irremisible mediocridad; resaltan los momentos más amargos de ese pálido curso vital, y sobre todo resalta el profundo río subterráneo de la insatisfacción con sus sordas negaciones e imposibilidades absolutas, un río que, siempre por debajo, sin estruendo, sin cesar, con porfía, se precipita desde el nacimiento hasta la desembocadura fatal…
Ese río, más presentido que visto, más sentido que expresado, está entre las principales recatadas bellezas y fluidas virtudes de esta novela: en ese río imperceptible es donde termina hundiéndose el lector, con un ahogo angustiante, y ciertas terribles preguntas.
En la primera página se lee que, ya hoy, el nombre de Stoner es, para los más viejos, “un recordatorio del final que nos espera a todos, y para los más jóvenes meramente un sonido que no evoca ninguna sensación del pasado ni ninguna identidad con la que ellos pudieran asociarse a sí mismos o a sus carreras.” Stoner llegó a ser, de este modo, un nombre que no dice nada, que se diluyó y desapareció como si nunca hubiera sido: menos que una sombra.
Para un chico brotado en los resecos surcos del más pobre Misuri, transformarse en profesor universitario es un triunfo, diría cualquiera, y hasta quizá un triunfo para cualquiera. Sin embargo, ¿cabe estimar una vida exitosa ese fantasmal paso por las aulas, el trabajo, la vida? ¿Con soterrada pena, gloria ninguna, completo olvido? ¿Acaso Stoner habría logrado mayor plenitud repitiendo la senda de sus ancestros, arando? ¿Fue un fracaso su oscura existencia que no legó siquiera recuerdo u obra perdurable, fue un éxito que dejara atrás el predio inmisericorde y se empinara a una cátedra de tantas, despiadada?
Como sea, no hubo suficiente felicidad en él, lo que ya habría justificado semejante tránsito. Su vida ofrece un inquietante parecido, esencial, a tal vez cualquier otra…

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